domingo, 4 de mayo de 2014

LA VIRGEN ESTÁ RABIOSA (Cuento con base en un suceso real) Por: Nabonazar Cogollo Ayala

JUANA PETRONA JIMÉNEZ ÁVILA 
(1907-1994)

Alguna vez en los ya lejanos días de mi niñez escuché a mi abuela materna la anécdota que sirvió de inspiración al siguiente cuento de base histórica, con el que ahora tributo un pequeño homenaje de gratitud a su maternal memoria.

LA VIRGEN ESTÁ RABIOSA
(Cuento con base en un suceso real)
Por: Nabonazar Cogollo Ayala

La señora Juana Jiménez Ávila era una bondadosa anciana de piel ajada por los años y alma marchita por los recuerdos, que frisaba los setenta años hacia 1978. Año en el cual se dieron los hechos que ahora se narrarán. ¿Cuántos hijos había tenido? Doce o quizás trece. Unos cuantos le habían sobrevivido luego de la pavorosa llegada de la fiebre del tifo a aquellas apartadas regiones de la costa norte colombiana, a principios del siglo XX. Aquellas tempranas pérdidas le habían cicatrizado el alma, la cual se le había curtido en el dolor y el sufrimiento, por la soledad que la vejez ahora le deparara. ¿En qué refugiaba Juana la soledad de sus últimas décadas de vida? En atender una empobrecida tienda a orillas del camino real, próximo a su humilde vivienda. Y en elevar a Dios, a San Gregorio y a la Virgen María sus más sentidas y piadosas plegarias, con el puntual  cumplimiento del sol de las frescas mañanas de mayo. Llegado el mes de la Virgen, la buena anciana dispuso toda su industria y oficio en organizar en la pequeña vereda de Belén, la piadosa procesión votiva en homenaje de la madre del Resucitado.

Cada noche cantidad de mujeres creyentes invadían la pequeña y graciosa casita de la Señora Juana, para rezar con blanquecinas camándulas entre sus dedos temblorosos, el rosario a la Virgen María. Al finalizar de cada sesión la anfitriona obsequiaba a las visitantes con tisana de limonaria, servida en pocillos de loza china; la cual era bendecida finalmente con una dulce menta comprada al efecto en el mercado local de la fluvial Cereté.

-          ¡La Señora Juana cómo es de buena!

Se decían las buenas mujeres, cuando entre las ocho y las nueve de la noche tornaban complacidas a sus hogares, de donde la noticia se difundía rápidamente al resto de la vereda. Al día siguiente la asistencia crecía en número y los entremeses a las asistentes debían por tanto redoblarse. Pero no importaba, Juana todo lo había dispuesto para que la atención a sus visitantes fuese esmerada y no diese lugar a queja alguna.

Pero los días de mayo avanzaban rápidamente y era necesario cuanto antes darse prisa para organizar la pequeña procesión en honor de la Virgen el día trece. La tarde del once, luego de haber atendido su pequeño negocio por la mañana y de haber dispuesto su aseo y demás cosas propias de su pequeña morada, la Señora Juana se dirigió rápidamente a casa de la Blanca, la más pudiente y acomodada de las señoras devotas de aquel pequeño villorrio. Pero no fue sola: se hizo acompañar de su nuera -a quien cariñosamente apodaban de antaño la Negra-, lo mismo que de Olga –la otra tendera del lugar- y dos de sus sobrinas, hijas de su difunta hermana Tita Jiménez Ávila. El piadoso grupo de señoras llegó hasta donde la Blanca cuando ya iban a ser las cuatro de la tarde y el ardiente sol tropical había amainado un poco su resplandeciente látigo de fuego.

-          Uehhh Niña Blanca  ¿cómo está usted?    

Saludó Juana al entrar a la amplia estancia campestre, que generalmente era resguardada por dos enormes perros guardianes.  

-          ¡Ay! si es la Señora Juana y con compañía. ¡Qué alegría tenerlas por acá! ¿Y eso qué las trae?

Hechos los saludos de rigor y estampados los femeniles besos del caso, la Señora Juana le espetó a su anfitriona, sin mayores preámbulos el porqué de su inesperada visita…

-          Es que pasado mañana es la fiesta de Nuestra Señora de Fátima y las señoras y yo estamos organizando una procesioncita en homenaje de la Virgen. A ver si usted nos colabora prestándonos su imagen –que es más grande que la mía- y nos da lo necesario para comprar las flores, los arreglos; y para contratar además dos horas de música tocadas por la banda del Compadre Abel, para acompañar el cortejo.

-          Ay Señora Juana. Mire, yo les colaboro en lo que yo pueda. Porque la verdad es que plata yo no tengo mucha, está poquita. Yo les presto la Virgen y si les parece organizamos y decoramos el paso de la procesión, para que salga desde mi casa y pase por todo el Camino Real, hasta la escuela pública de Manguelito y de ahí nos devolvemos. Pero para lo que no va a haber es para la música. ¡Esa banda de Abel cobra mucho y no alcanza!

-          ¡Ay, no, Niña Blanca! No diga usted eso. ¿Entonces vamos a hacer la procesión sin nadita de música?

-          Sí mi señora, así nos tocará… ¡Porque le cuento que no hay para más! Eso ahí le vamos cantando a la Virgen el Ave de Fátima, mientras usted va dirigiendo el Santo Rosario.

Ante la rotunda negativa a la música, al grupo de señoras no le quedó de otra que aceptar a regañadientes la magra alternativa que la Blanca les ofrecía. Llegado el día doce, los ajetreos para la gran celebración eran proverbiales: de la casa de Juana salían grandes floreros adornados con olorosos cartuchos de diferentes colores, y coronados con palmas fúnebres y vistosos moños de nacaradas cintas de encajes. ¡Todo estaba listo para que al día siguiente, muy a las ocho de la mañana, la procesión se tomara la principal vía de circulación de la vereda de Belén, por unas cuantas horas!

Y efectivamente así fue. Las señoriales matronas de la localidad se dieron cita en casa de la acomodada anfitriona, todas impecablemente vestidas de blanco y tocadas con mantillas de vaporoso encaje, con la infaltable camándula de perlas nacaradas entre sus manos. El cuadrante del reloj marcaba las ocho en punto de la mañana, cuando el grupo ceremonial empezó su triunfal recorrido por el ducto vial, entre el lúgubre rezo de la Salve y el Ave María. La Señora Juana precedía el grupo más nutrido, en el que cuatro corpulentos cargadores –contratados para el efecto- llevaban en hombros el voluminoso paso donde se veía en alto la sonrosada imagen de la Virgen de Fátima.

No bien habrían avanzado unos cuantos metros –sin siquiera haber avistado todavía la rosácea casa de la Señora Juana-, cuando de la manera más insólita e inexplicable, la imagen de yeso de la Virgen saltó de su base en el paso, se precipitó a tierra y fue a dar de lleno contra las duras piedras del destapado Camino Real, quebrándose en mil pedazos. Ante la vista de este terrible hecho, los asistentes se echaron, todos, la bendición, sobrecogidos de angustia y espanto a la vez.  

-          ¿Se da usted cuenta, Niña Blanca, se da cuenta? ¡La Virgen está brava porque usted no le quiso pagar ni siquiera una hora de música con Abel! Mire… ¡No le quiso aceptar la procesión sin banda! ¿Y ahora qué vamos a hacer?

Le increpó severamente Juana a la Blanca. Pálida por los acontecimientos esta última optó por cubrirse el rostro con su blanquecina mantilla y devolverse rápidamente hacia su casa, dándoles la orden a los cargueros que se devolvieran porque ya no iba a haber procesión, ni nada. Con cara de grandes y graves acontecimientos los presentes optaron por devolverse cada uno hacia su casa, comentando lo terrible de lo que había sucedido.

Aun varios años después la Señora Juana no cesaba de comentar entre los asistentes a su casa, en el mes de mayo, cómo la Virgen se había portado con ellas esa vez, que la Blanca por tacaña  se había negado a amenizar su sacrosanta procesión con la humilde limosna de dos horas de música de la banda de Abel.

-          ¡La Virgen María se puso rabiosa, mis hijas! Es que con la Virgen no se juega…

Abril 8 de 2007 
Madrid (Cundinamarca)

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