sábado, 19 de abril de 2014

SILVANO O EL JARDINERO DESLUCIDO Por: Nabonazar Cogollo Ayala

HOMOBONO COGOLLO GUZMÁN
(El Nabo Cogollo)
a los 17 años de edad
SILVANO  O  EL  JARDINERO  DESLUCIDO
Por: Nabonazar Cogollo Ayala

El año en que sucedieron los hechos que ahora voy a narrar no lo preciso, como quiera que yo aún ni siquiera había nacido –hecho último este que se produjo en el mes de julio de 1967-. Conjeturo que la ocurrencia de los subsiguientes episodios se pudo haber dado a principios de la década de los sesenta, quizás entre los años de 1962 y 1964. En fin, como quiera que haya sido, yo desde los lejanos días de mi niñez me acostumbré a escuchar esta divertida anécdota de parte de mis padres y hermanos, cuando en las calurosas noches de marzo o abril, alrededor de una refrescante gaseosa común, la volátil y ágil mente de Papá evocaba aquel lejano suceso risible para exorcizar el fantasma del cansancio de la dura jornada del día y luego de referirla entre grandes aspavientos y actitud de circunstancia, lograr a voz en cuello un torrente de infaltables y diáfanas carcajadas.

¿Cuál fue el referido suceso? Es el siguiente, tal y como a mi me fue contado una y otra vez a lo largo de los ya lejanos días de mi niñez.

Mis padres luego de haber comprado la pequeña finca llamada La Florida, a orillas del viejo Camino Real que lleva desde la vereda de El Obligado hasta Cereté, pasando por las veredas de Rusia y Chuchurubí, se instalaron en aquella solariega y menuda casa, techada con palma amarga y graciosamente pintada con un pálido color celeste. Según Mamá nos refería el precio de aquella estancia campestre se había fijado en sesenta mil pesos, lo que implicó que ellos vendieran la finca Yarumal en la que anteriormente vivieran –en la vereda de Calderón- ; no obstante lo cual el dinero obtenido por dicha venta resultaba insuficiente. Ante dicha eventualidad debieron vender además una nutrida cría de cerdos y gallinas que poseían, para poder completar aquella suma que entonces era considerada fabulosa. Una vez instalados en la nueva casa, la dicha no podía ser mayor. El matrimonio contaba entonces únicamente con cuatro hijos, que en su orden eran los siguientes: Raúl, Álvaro, Consuelo e Isabel Cristina. El quinto y último de los hermanos –quien esto escribe- pasarían aún varios años para su advenimiento al mundo.

Mi mamá era entonces una mujer ciertamente hermosa, de agraciados ojos color miel, piel blanca y estatura señorial, que frisaba los treinta años. Ella se dedicaba buena parte del día a los quehaceres de la finca, que iban desde el riego de las plantas ornamentales de aquel enorme jardín del frente de la casa, hasta el ordeño de las vacas y la elaboración del queso para el consumo de la familia durante la semana. Para efectos de ayudarle en tantas y tan disímiles tareas, mi padre determinó contratar a alguien que le aliviara al menos la carga que suponía regar, limpiar y podar aquel jardín –que ciertamente es el más grande que yo jamás haya visto en mi vida-. Fue así como llegó a nuestra casa un mucharejo de escasos quince años llamado Silvano, quien vivía en la vecina vereda de Rusia y llegaba al amanecer y se marchaba con los últimos rayos del sol de la tarde. Obediente y diligente el buen jardinero resultó de gran ayuda para mi atareada madre, quien además debía sacar tiempo para atender a cuatro inquietos y traviesos rapazuelos.

Cierto día Mamá recibió la visita de varias señoras de la sociedad cereteana, quienes pasaron todo un día entre las delicias del viento sabanero y el dulce zumo de las múltiples frutas que entonces la finca escanciara en abundancia.  Encantadas con aquel paraíso campestre a escasos tres kilómetros de la cabecera municipal, las señoras se marcharon al caer de la tarde con la promesa de volver otro día acompañadas por lo más granado de la alta clase cereteana, con el fin de relacionar socialmente a mi madre, a quien veían sola y excesivamente aislada entre el quehacer diario de la finca. Y efectivamente así fue. Cierto día a media mañana un par de carros atestados de gente, señoras encopetadas, atildadas abuelas y niños correlones, hicieron su entrada estelar en el patio central de la finca. Vinieron los consabidos saludos, abrazos, caricias, apretones de manos y presentaciones formales. Aquel día prometía ser de lo más entretenido para visitantes y visitados.

La enorme visita se esparció a diestra y siniestra hasta los últimos rincones de la finca. Los chicuelos se adueñaron de la huerta de árboles frutales donde hicieron de las suyas, por cuenta de guamas, mangos, caimitos, naranjas y mamoncillos. Por su lado las abuelas y señoras se dividieron en dos grupos. Unas se deleitaban en escuchar el canto de los turpiales que mamá mantenía en la enorme pajarera empotrada en el suelo, que campeaba a un costado del patio grande. Mientras otras se sentaron en sendas mecedoras, a pierna cruzada, en la terraza lateral de la casa, para dar fresco y contentillo a los múltiples temas de conversación que entonces se hallaban en primer plano  en los mundillos sociales de Cereté y Montería.  ¡Ciertamente entonces la vida era hermosa y plena!

Al caer de la tarde los refrescos y manjares escasearon y de tanto hablar, fumar, reír y jugar naipes, la sed y el hambre volvieron a hacer de las suyas. ¿La solución? Mi papá vino en auxilio de la situación e hizo llamar al buen  Silvano a grandes voces para que con su consabida agilidad se encaramara en uno de los altísimos cocoteros que franqueaban la entrada a la finca y bajara el mayor número posible de cocos, cargados de dulcísimo y tierno manjar con su natural agua de refresco, para aplacar la creciente necesidad de hidratación de los múltiples invitados. Hasta ahí todo marchaba muy bien. Hizo Silvano su entrada triunfal en la terraza ante el grupo de señoras y causó admiración por su contextura morena y fibrosa, al igual que por su humilde indumentaria, compuesta por un grueso suéter de lana cruda y unos raídos pantalones de lona, mochos a media pierna y sujetos a la cintura con un cordel ordinario de pita de fique.

-         ¡Silvano! Súbete a un palo de coco de los de más allá, el que esté más parido… ¡Ve con las señoras! Para que ellas te digan cuáles cocos quieren…
-         ¡Sí Don Nabo!

Acto seguido y luego de atravesar el enorme patio de tierra apisonada, precedido por un nutrido grupo de mujeres entre jóvenes y viejas, Silvano escogió el árbol más cargado de frutos. Y sin mayores preámbulos inició su rítmico y formidable ascenso por aquel espigado y anillado tronco, haciendo gala de fuerza con sus musculosos y juveniles brazos. Es de anotar que el cocotero escogido por el jardinero era bien alto y llegaría quizás al límite de los diez o doce metros, como quiera que fuera uno de los más antiguos de la finca. Ello implicaba un esfuerzo fuera de lo normal para cualquier hombre –por joven o ágil que este fuera-. Y efectivamente quizás Silvano sobreestimaba sus fuerzas, porque lo cierto es que el ascenso del árbol le llevaría más tiempo y trabajo de lo que él en principio estimaba. Cuando el muchacho iba hacia la mitad del tronco de la gigantesca palmera, sus raídos pantalones no aguantaron más la estrecha tirantez a que habían sido sometidos y de un extremo hasta el otro se abrieron en una formidable ruptura que iba desde la bragueta delantera, pasando por las entrepiernas, hasta el hilo trasero de la cintura. Afín a la costumbre generalizada entre los campesinos sabaneros, el buen Silvano no admitía el uso de ropa interior como prenda de vestir. ¡Con sus pantalones gruesos de lona –pensaba él- era más que suficiente! Fue así como de buenas a primeras y ante la vista expectante de su nutrido auditorio femenino en tierra, el jardinero quedó a medio tramo del espigado cocotero, exhibiendo con claridad meridiana sus partes nobles, ante el asombro hecho malicia, la risa y la algazara de las señoras que no le quitaban los ojos de encima. Una de ellas solo atinó a decir…

-         ¡Ay señor! ¡se quedó encuero!

Azorado hasta el límite de la desesperación por la inesperada e incómoda encrucijada en la cual se encontraba ahora y agarrando desesperadamente con una mano lo que quedaba de sus raídos y rotos pantalones, Silvano optó por abandonar el ascenso y dejarse deslizar rápidamente por el tronco del cocotero. Ninguna de las encopetadas damas se movió de su sitio, como obedeciendo a un secreto impulso que las llevaba a olvidar el hambre y la sed que las habían acuciado minutos antes y a permanecer como clavadas en su sitio, para incomodidad del avergonzado jardinero.

Silvano llegó al suelo en cuestión de segundos, completamente desnudo de la cintura para abajo, sin que la cruel insistencia de la mirada de las señoras lo librara de la enorme vergüenza, que se traducía en su rostro en  insistentes oleadas de calor. Luego de dar un grito de desesperación, el mucharejo puso pies en polvorosa  y bajándose el suéter de lana cruda lo más que pudo para cubrirse, echó a correr por el camino de la entrada principal a la finca, rumbo a su humilde vivienda en la vereda de Rusia. Tras de sí solamente se escuchaba la barahúnda de carcajadas con que el grupo de mujeres celebraba la situación, tan divertida para ellas.

Aquél triste suceso pasó y de Silvano no se volvió a saber nunca más en la casa de mis padres, sólo que aquella tarde había decidido marcharse para siempre, por cuenta de la inusitada turbación de su espontáneo strip tease ante un respetable y encopetado grupo de señoras de la alta sociedad cereteana, crema y nata de los más depurados y encumbrados valores que la moral y las buenas costumbres suponen, en cualquier nación civilizada de la faz del viejo planeta tierra.


Nabonazar Cogollo Ayala
Marzo 19 de 2007.
Madrid (Cundinamarca)

No hay comentarios:

Publicar un comentario