SILVANO
O EL JARDINERO
DESLUCIDO
Por: Nabonazar Cogollo Ayala
El año en que sucedieron los hechos que ahora voy a
narrar no lo preciso, como quiera que yo aún ni siquiera había nacido –hecho
último este que se produjo en el mes de julio de 1967-. Conjeturo que la ocurrencia
de los subsiguientes episodios se pudo haber dado a principios de la década de
los sesenta, quizás entre los años de 1962 y 1964. En fin, como quiera que haya
sido, yo desde los lejanos días de mi niñez me acostumbré a escuchar esta
divertida anécdota de parte de mis padres y hermanos, cuando en las calurosas
noches de marzo o abril, alrededor de una refrescante gaseosa común, la volátil
y ágil mente de Papá evocaba aquel lejano suceso risible para exorcizar el
fantasma del cansancio de la dura jornada del día y luego de referirla entre
grandes aspavientos y actitud de circunstancia, lograr a voz en cuello un
torrente de infaltables y diáfanas carcajadas.
¿Cuál fue el referido suceso? Es el siguiente, tal y
como a mi me fue contado una y otra vez a lo largo de los ya lejanos días de mi
niñez.
Mis padres luego de haber comprado la pequeña finca
llamada La Florida , a orillas del viejo Camino Real que
lleva desde la vereda de El Obligado
hasta Cereté, pasando por las veredas
de Rusia y Chuchurubí, se instalaron en aquella solariega y menuda casa,
techada con palma amarga y graciosamente pintada con un pálido color celeste.
Según Mamá nos refería el precio de aquella estancia campestre se había fijado
en sesenta mil pesos, lo que implicó que ellos vendieran la finca Yarumal en la que anteriormente vivieran
–en la vereda de Calderón- ; no
obstante lo cual el dinero obtenido por dicha venta resultaba insuficiente.
Ante dicha eventualidad debieron vender además una nutrida cría de cerdos y gallinas
que poseían, para poder completar aquella suma que entonces era considerada
fabulosa. Una vez instalados en la nueva casa, la dicha no podía ser mayor. El
matrimonio contaba entonces únicamente con cuatro hijos, que en su orden eran
los siguientes: Raúl, Álvaro, Consuelo e Isabel Cristina. El quinto y último de
los hermanos –quien esto escribe- pasarían aún varios años para su advenimiento
al mundo.
Mi mamá era entonces una mujer ciertamente hermosa, de
agraciados ojos color miel, piel blanca y estatura señorial, que frisaba los
treinta años. Ella se dedicaba buena parte del día a los quehaceres de la
finca, que iban desde el riego de las plantas ornamentales de aquel enorme
jardín del frente de la casa, hasta el ordeño de las vacas y la elaboración del
queso para el consumo de la familia durante la semana. Para efectos de ayudarle
en tantas y tan disímiles tareas, mi padre determinó contratar a alguien que le
aliviara al menos la carga que suponía regar, limpiar y podar aquel jardín –que
ciertamente es el más grande que yo jamás haya visto en mi vida-. Fue así como
llegó a nuestra casa un mucharejo de escasos quince años llamado Silvano, quien
vivía en la vecina vereda de Rusia y
llegaba al amanecer y se marchaba con los últimos rayos del sol de la tarde.
Obediente y diligente el buen jardinero resultó de gran ayuda para mi atareada
madre, quien además debía sacar tiempo para atender a cuatro inquietos y
traviesos rapazuelos.
Cierto día Mamá recibió la visita de varias señoras de
la sociedad cereteana, quienes pasaron todo un día entre las delicias del
viento sabanero y el dulce zumo de las múltiples frutas que entonces la finca
escanciara en abundancia. Encantadas con
aquel paraíso campestre a escasos tres kilómetros de la cabecera municipal, las
señoras se marcharon al caer de la tarde con la promesa de volver otro día
acompañadas por lo más granado de la alta clase cereteana, con el fin de
relacionar socialmente a mi madre, a quien veían sola y excesivamente aislada
entre el quehacer diario de la finca. Y efectivamente así fue. Cierto día a
media mañana un par de carros atestados de gente, señoras encopetadas,
atildadas abuelas y niños correlones, hicieron su entrada estelar en el patio
central de la finca. Vinieron los consabidos saludos, abrazos, caricias,
apretones de manos y presentaciones formales. Aquel día prometía ser de lo más
entretenido para visitantes y visitados.
La enorme visita se esparció a diestra y siniestra
hasta los últimos rincones de la finca. Los chicuelos se adueñaron de la huerta
de árboles frutales donde hicieron de las suyas, por cuenta de guamas, mangos,
caimitos, naranjas y mamoncillos. Por su lado las abuelas y señoras se
dividieron en dos grupos. Unas se deleitaban en escuchar el canto de los
turpiales que mamá mantenía en la enorme pajarera empotrada en el suelo, que
campeaba a un costado del patio grande. Mientras otras se sentaron en sendas
mecedoras, a pierna cruzada, en la terraza lateral de la casa, para dar fresco
y contentillo a los múltiples temas de conversación que entonces se hallaban en
primer plano en los mundillos sociales
de Cereté y Montería. ¡Ciertamente
entonces la vida era hermosa y plena!
Al caer de la tarde los refrescos y manjares escasearon
y de tanto hablar, fumar, reír y jugar naipes, la sed y el hambre volvieron a
hacer de las suyas. ¿La solución? Mi papá vino en auxilio de la situación e
hizo llamar al buen Silvano a grandes
voces para que con su consabida agilidad se encaramara en uno de los altísimos
cocoteros que franqueaban la entrada a la finca y bajara el mayor número
posible de cocos, cargados de dulcísimo y tierno manjar con su natural agua de
refresco, para aplacar la creciente necesidad de hidratación de los múltiples
invitados. Hasta ahí todo marchaba muy bien. Hizo Silvano su entrada triunfal
en la terraza ante el grupo de señoras y causó admiración por su contextura
morena y fibrosa, al igual que por su humilde indumentaria, compuesta por un
grueso suéter de lana cruda y unos raídos pantalones de lona, mochos a media
pierna y sujetos a la cintura con un cordel ordinario de pita de fique.
-
¡Silvano!
Súbete a un palo de coco de los de más allá, el que esté más parido… ¡Ve con
las señoras! Para que ellas te digan cuáles cocos quieren…
-
¡Sí
Don Nabo!
Acto seguido y luego de atravesar el enorme patio de
tierra apisonada, precedido por un nutrido grupo de mujeres entre jóvenes y
viejas, Silvano escogió el árbol más cargado de frutos. Y sin mayores
preámbulos inició su rítmico y formidable ascenso por aquel espigado y anillado
tronco, haciendo gala de fuerza con sus musculosos y juveniles brazos. Es de
anotar que el cocotero escogido por el jardinero era bien alto y llegaría
quizás al límite de los diez o doce metros, como quiera que fuera uno de los
más antiguos de la finca. Ello implicaba un esfuerzo fuera de lo normal para
cualquier hombre –por joven o ágil que este fuera-. Y efectivamente quizás
Silvano sobreestimaba sus fuerzas, porque lo cierto es que el ascenso del árbol
le llevaría más tiempo y trabajo de lo que él en principio estimaba. Cuando el
muchacho iba hacia la mitad del tronco de la gigantesca palmera, sus raídos
pantalones no aguantaron más la estrecha tirantez a que habían sido sometidos y
de un extremo hasta el otro se abrieron en una formidable ruptura que iba desde
la bragueta delantera, pasando por las entrepiernas, hasta el hilo trasero de
la cintura. Afín a la costumbre generalizada entre los campesinos sabaneros, el
buen Silvano no admitía el uso de ropa interior como prenda de vestir. ¡Con sus pantalones gruesos de lona –pensaba
él- era más que suficiente! Fue así
como de buenas a primeras y ante la vista expectante de su nutrido auditorio
femenino en tierra, el jardinero quedó a medio tramo del espigado cocotero,
exhibiendo con claridad meridiana sus partes nobles, ante el asombro hecho
malicia, la risa y la algazara de las señoras que no le quitaban los ojos de
encima. Una de ellas solo atinó a decir…
-
¡Ay señor! ¡se quedó encuero!
Azorado hasta el límite de la desesperación por la
inesperada e incómoda encrucijada en la cual se encontraba ahora y agarrando
desesperadamente con una mano lo que quedaba de sus raídos y rotos pantalones,
Silvano optó por abandonar el ascenso y dejarse deslizar rápidamente por el
tronco del cocotero. Ninguna de las encopetadas damas se movió de su sitio,
como obedeciendo a un secreto impulso que las llevaba a olvidar el hambre y la
sed que las habían acuciado minutos antes y a permanecer como clavadas en su
sitio, para incomodidad del avergonzado jardinero.
Silvano llegó al suelo en cuestión de segundos,
completamente desnudo de la cintura para abajo, sin que la cruel insistencia de
la mirada de las señoras lo librara de la enorme vergüenza, que se traducía en
su rostro en insistentes oleadas de
calor. Luego de dar un grito de desesperación, el mucharejo puso pies en
polvorosa y bajándose el suéter de lana
cruda lo más que pudo para cubrirse, echó a correr por el camino de la entrada
principal a la finca, rumbo a su humilde vivienda en la vereda de Rusia. Tras de sí solamente se escuchaba
la barahúnda de carcajadas con que el grupo de mujeres celebraba la situación,
tan divertida para ellas.
Aquél triste suceso pasó y de Silvano no se volvió a
saber nunca más en la casa de mis padres, sólo que aquella tarde había decidido
marcharse para siempre, por cuenta de la inusitada turbación de su espontáneo strip tease ante un respetable y
encopetado grupo de señoras de la alta sociedad cereteana, crema y nata de los
más depurados y encumbrados valores que la moral y las buenas costumbres suponen,
en cualquier nación civilizada de la faz del viejo planeta tierra.
Nabonazar Cogollo Ayala
Marzo 19 de 2007.
Madrid (Cundinamarca)
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