Un antiquísimo por demás de hermoso mito antropogónico
griego cuenta lo siguiente: El dios Zeus, señor de todos los inmortales dioses
y eterno morador de la cima nevada del monte Olimpo, en la cordillera de los
Cárpatos griegos, montó en cólera contra la raza de los efímeros hombres. ¿Por
qué razón se irritó el señor de la luz, el rayo y las águilas contra el linaje
humano? Porque los hombres habían aceptado el fuego, el cual había sido robado
de la sala del trono del inmortal Zeus en cuyo centro ardía en el pebetero
sagrado. El hurto lo realizó el dios del pensamiento brillante, Prometeo...
Aquella tarde los dioses del Olimpo se habían
entregado a una fiesta en el eternal recinto y en su departir tomaron en
abundancia el licor de los bienaventurados, el dulce néctar de ambrosía. Pasadas las horas -que son milenios para el
tiempo de los humanos-, los inmortales se emborracharon y fueron quedando
fundidos uno a uno en las literas y pasillos del Olimpo. Ante esta valiosísima
oportunidad el dios Prometeo entró furtivamente hasta el lugar, provisto de
unas ramas de yesca las cuales pronto ardieron animadas con las doradas chispas
del fuego de los inmortales. Prometeo tomó aquella luminiscente antorcha y bajó
desde el empinado Olimpo hasta las llanuras de los hombres, donde aquellos
debiluchos seres eran pasto de las poderosas criaturas que el dios Epimeteo
(dios del pensamiento práctico) había creado: los leones, las panteras, los
jabalíes, los tigres, las ballenas. etc.
ZEUS... SEÑOR DEL TRUENO Y EL RAYO...
¿Por qué los hombres eran devorados día tras día por
las bestias? Porque por orden del dios Zeus, Prometeo había creado al hombre
débil, con la piel desnuda, sin mucha fuerza física, sin alas, sin garras, sin
fauces y sin veneno. Por el contrario, Epimeteo -siguiendo precisas
instrucciones de Zeus en tal sentido-, formó a los animales con lujo de fuerza
física, empleando poderosas alas para unos, vigorosas patas para otros,
colmillos armados de veneno para otros más y grandes aletas para los acuáticos,
en fin. Y con la piel reciamente guarnecida por escamas, plumas o una poderosa
capa exterior a manera de escudo protector. Nada de todo aquello le había sido
permitido al ser humano. Prometeo desesperado ante la magnitud del desastre que a diario ocurría con sus
criaturas por cuenta de los animales, tomó la temeraria decisión de darle a los
hombres algo que les permitiera superar ampliamente la desventaja que tenían
ante los animales. Y ese algo no fue otra cosa que el fuego. De ahí el
controversial robo de aquel radiante elemento que cambiaría para siempre la
historia de la humanidad.
BUSTO DEL DIOS ZEUS
Un día por la tarde Zeus se extasiaba en contemplar
las llanuras de los hombres desde la cima del monte Olimpo, cuando con
incredulidad pudo ver que de collados y colinas en la tierra se elevaban sendas
columnas de humo.
-¡Humo en la tierra! ¡Eso no es posible! Los únicos
que poseemos el fuego somos los inmortales dioses. - Se dijo-.
Y aguzó su aquilina vista y pudo constatar que lo que
ardía a manera de trofeo de guerra entre las hordas de los mortales hombres no
era otra cosa que el fuego, privilegio sagrado y exclusivo de los inmortales.
Acto seguido se transformó en águila dorada de majestuosa y sin igual
hermosura. Y surcando el purísimo azul del cielo como una veloz flecha de oro
sobrevoló las aldeas de los efímeros hombres. Aquí pudo ver el radiante fuego
empleado a manera de hoguera para coccionar los alimentos. Más allá vio una
horda de cazadores primitivos hostigando a unos animales armados con poderosas
teas encendidas. Las bestias que antes los devoraban ahora huían despavoridas
ante su sola presencia, debido al terror bruto que la sola manipulación del
fuego les causaba…
El fuego ahora era escupido de las entrañas de la
tierra por cuenta de violentas erupciones volcánicas. Brotaba a manera de ríos
incandescentes cuando el interior de la tierra se sublevaba y estallaba en
pulsátiles pústulas de lava ardiente, hecha de rocas fundidas. El hombre se
había hecho a él, lo cargaba hecho brasas encendidas en el interior de cuernos
de reses o de córvidos, posteriormente aprendió también a producirlo. En el
interior de la mente humana también había fuego: ¡Era la razón, el juicio
iluminador, el intelecto y la conciencia! El fuego en las manos de los hombres
era el poderío de la técnica que les permitió desde entonces orillar y sojuzgar
a los animales. Y en la mente de los mismos se transformó en idea, en
intuición, en conocimiento puro, razonado y meditado… Devino en capacidad de
pensamiento y de ideación. ¡Todo esto
era inconcebible e inadmisible! Dijo en su furibundo interior el señor del
Olimpo.
-¡El fuego que todo lo consume y el fuego que libera y
deviene en conciencia solamente lo podían poseer los dioses! Pero el daño está hecho, el hombre es ahora
amo del fuego y ya no lo puedo evitar. -Dijo tristemente el señor de los inmortales-. Pero un terrible y ejemplar castigo tendrá
Prometeo por haber desobedecido mis órdenes y además por haber robado el fuego
de los inmortales. Y otro tanto tendrán los hombres por haberlo aceptado de
aquellas dolosas manos. ¡La ira del señor del Olimpo no conocerá límites!
-¡A callar, hijo fatídico de la soberbia y la
rebeldía. ¿Osas contradecir mis órdenes? ¡Pues caro pagarás por ello…
¡Guardianes del Olimpo! Conduzcan al dios Prometeo a la altura más empinada del
monte Cáucaso. ¡Átenlo de pies y manos con gruesas cadenas de dorado bronces
fundidas en los talleres de Hefestos, el herrero de los dioses!
Serás atado desnudo en la cima del Cáucaso por toda la
eternidad y ordenaré a los cuatro vientos cardinales: Bóreas (viento norte),
Céfiro, (viento oeste), Noto (viento sur) y Euro (viento este) que te azoten y
congelen por tus cuatro costados. No es suficiente castigo aún. Vendrá cada día
un águila a roerte el hígado, el cual por la noche te volverá a crecer. ¡Ese
será tu castigo por tu soberbia y tu desobediencia!
Esta última súplica no la alcanzó a escuchar Zeus
quien se sumió ahora en una profunda cavilación para meditar la forma como iba
a castigar la soberbia humana por haber aceptado de manos de Prometeo aquel
elemento dolosamente hurtado. Al cabo de las horas hizo traer hasta su presencia
a Hefestos, el herrero de los dioses y señor del fuego, quien tenía su taller
de fundición en el corazón del volcán Etna, en Italia...
-Hefestos,
seguirás el modelo de las diosas y fabricarás a la mujer. La harás hermosa y
emplearás en ello tus mejores artes como dios. ¡Esa es mi voluntad
Hefestos tornó a su taller y elaboró de tamaño natural
una estatua con figura femenina. La presentó luego ante Zeus y demás dioses del
Olimpo. Zeus en persona sopló la frente de la estatua que de inmediato cobró
vida ante la vista emocionada de todos los presentes quienes la recibieron con
aplausos y gritos de alegría. Siguiendo
el impulso secreto de la fibra de los inmortales, cada uno de los dioses
presentes le dio a la mujer un don, así: Afrodita le dio el don de la belleza,
la delicadeza y la femineidad. Hera le dio el don de la fecundidad que la
convertiría en madre de pueblos y naciones enteras. Palas Atenea le dio el don
de la industria, las habilidades manuales y la luz de la inteligencia. Llegado
el turno de Zeus se verificó la siguiente escena…
-Solo tengo
para obsequiarte este primoroso estuche de oro puro que fue forjado por las
diligentes manos del dios Hefestos en su taller de fundición siguiendo mis
órdenes. Los hombres te conocerán con el nombre de Pandora, que significa “la que tiene todos los dones”. Mi
hijo el dios Hermes, señor del comercio y mensajero de los dioses te llevará
hasta la llanura de los hombres. Te casarás con mi hijo el dios Epimeteo.
Vivirás con él en la tierra. El mundo de abajo es puro y el trabajo se hace
solo, no hay dolores ni sufrimientos que lo aquejen de forma alguna. Tu misión
será multiplicarte sobre la faz de la tierra y los pueblos y naciones te
llamarán madre. Pero en cuanto a esta hermosa cajita de oro, te doy la orden de
que jamás la abras. Es un bello regalo con el que adornarás tu hogar con
Epimeteo. ¡Esa es mi voluntad
Pandora!
Acto seguido Hermes el dios de los pies alados condujo
rápido como el viento a Pandora hacia su nuevo hogar, la tierra, al lado del
dios Epimeteo. Cada día Epimeteo salía desde muy temprano a seguir cumpliendo
la misión del Olimpo… llenar la tierra con maravillosa criaturas que surcaran
el aire, el suelo y los mares y ríos. Por la noche tornaba a su hogar para
descansar en los dulces brazos de su maravillosa esposa, Pandora. En cuanto a
esta última se la pasaba todo el día tan pronto se marchaba Epimeteo,
observando y observando cada resquicio de aquella singular cajita de oro puro
resplandeciente. La olía, la palpaba la hacía sonar y trataba de escuchar algo
dentro de ella, pero nada. ¿Qué podía contener aquella misteriosa cajita? Se
preguntaba una y otra vez. Un día tomó una decisión temeraria… Haría girar el
pequeño pestillo que la cerraba, la abriría rápidamente para echar una mirada a
su interior y la volvería a cerrar para dejarla como estaba! ¡Sí señor, esa
sería la solución a su terrible curiosidad!
Pandora hizo girar el pequeño broche y abrió la caja con movimiento
rápido, pero una vez que el estuche estuvo abierto, el día se oscureció como la
más negra y espesa de las noches, de la caja salieron como en feroz estampida
desencadenada rayos y centellas a la manera de la más terrible tormenta
eléctrica. Pandora se asustó muchísimo ante todo aquello que había producido la
apertura de la caja y se escondió debajo de la mesa. Pero una vez allí
recapacitó y se dijo…
Saliendo de su escondite empezó a buscar a tientas
encima de la mesa hasta que dio con la caja abierta y rápidamente la cerró.
Pero nada sucedió en apariencia. Las espesas tinieblas aún siguieron por largo
rato en la casa de Pandora y Epimeteo. Luego empezaron a esparcirse lentamente
y a salir por puertas y ventanas. Aquel negro humo maloliente se elevó hasta
las nubes y empezó a esparcirse lentamente en diferentes direcciones. Por donde
pasaba la humareda se escuchaban gritos y lamentos. De repente Pandora empezó a
sentirse inusualmente cansada. Luego se dedicó a hacer sus labores cotidianas
pero las cosas ya no eran lo mismo que antes. Zurciendo unas túnicas de su
marido Epimeteo se pinchó un dedo y por primera vez supo qué eran la sangre y
el dolor…
Por la noche llegó Epimeteo y ella le refirió todo lo
que había sucedido con la caja de Zeus. Su marido montó en cólera y la
reprendió con duras y fuertes palabras que antes nunca había pronunciado. Ella
le respondió de igual manera. Luego cayeron en cuenta del profundo cambio que
se había operado en cada uno de ellos desde entonces. Zeus había metido en
aquella caja todos los males de la humanidad: el dolor, la muerte, las penas,
las catástrofes naturales, los sufrimientos, las guerras, las pestes, la ira,
el cansancio, las agresiones, las enfermedades, el odio y el sufrimiento en
todas sus formas y manifestaciones. Males del cuerpo, del alma, de la tierra y
de los pueblos. Los demonios más perversos fueron liberados por la acción inconsciente
de la curiosa Pandora. Pandora y Epimeteo fueron ante la cajita y la volvieron
a abrir y de ella salió un maravilloso pajarito azul iridiscente, que saltó con
dulces y melodiosos trinos hacia el marco de la ventana y luego se marchó
volando por los aires. ¡Ese pajarito era la esperanza! ¿Cómo así? Sí señor. La
ejecutora de la voluntad del inmortal Zeus, la diosa Palas Atenea fue la
encargada de meter en aquella fatídica caja todos los males de la humanidad en
fatídico comprimido. Pero sin que Zeus lo notara y apiadada de la terrible
suerte de los hombres, Atenea metió en la cajita un único bien: ¡La esperanza!
Porque en medio de todos los males y atrocidades que el ser humano sufre desde
entonces sobre la faz de la tierra, solo nos queda algo bueno por obra de la
misericordia de la hija de Zeus…¡La esperanza!
Aquel pajarito azul iridiscente sobrevoló por campos,
aldeas y ciudades humanas. Avistó madres sollozando al pie de los cadáveres de sus
hijos que habían sido despedazados por obra de la maldad, la sed de venganza y
la codicia de sus congéneres, los hombres.
Les susurró al oído tiernos trinos de maravilloso acento melódico que
devolvieron a las sufrientes almas el ánimo y las ganas de seguir viviendo. La
esperanza vino a posarse suavemente en las almas de los humanos más golpeados y
abatidos por el mal, el dolor y las congojas. El pajarillo azul celeste
extendió sus invisibles alas hacia las trincheras de las guerras que el odio
humano desde entonces incubó. Tánatos, el ángel de la muerte se enseñoreaba
triunfante entre los seres humanos, feliz de haber sido liberado por Pandora.
Pero por donde Tánatos pasaba, el pajarillo de la esperanza llegaba para
aliviar un poco la fatal estela de dolor, muerte y sufrimiento que la negra
muerte dejaba por doquiera. La esperanza resultó ser un bálsamo más dulce que
el delicioso néctar de ambrosía.
La esperanza es el espíritu humano proyectado hacia el
infinito. Es la autoafirmación en medio de la negación, el resurgir en medio
del perecer. El principio de esperanza -del que hablaba el pensador alemán
Erich Fromm-, nos lleva a creer una vez más en nosotros mismos y a asumir los
padecimientos con entereza y gallardía, aun cuando el sufrimiento y la
adversidad nos quieran sepultar en el polvo pardo del camino. El principio de esperanza nos permite
trascender y afirmar la existencia de un ser supremo que nos permite exceder
los límites meramente convencionales de nuestra pequeña y frágil existencia
humana, aunque es preciso aclarar que también los ateos tienen y conciben
esperanzas, referidas con plenitud de alcances hacia sí mismos. La voz de la
esperanza nos dice: ¡No estás muerto! ¡No estás vencido ni derrotado aún!
Deberás continuar luchando, dando la batalla por el cumplimiento de tus grandes
sueños, metas e ideales en la vida. ¡Nunca jamás deberás darte por vencido! Las
alas azuladas de la esperanza vibran trémulas entre nuestros grandes sueños aún
no cumplidos pero susceptibles de ser alcanzados, por lo cual aún nos siguen señalando la ruta
a seguir y prosiguen irradiando sentido a la manera del más poderoso de los
faros. No tener ni abrigar esperanzas es negarse a sí mismo, no creer en los
propios alcances y posibilidades y cercenar nuestras propias alas desde su
raíz, para evitar salir tras el pajarillo de la esperanza, en busca de las
encumbradas cimas de nuestra realización personal y social. José Ingenieros, el
filósofo argentino afirma en El Hombre Mediocre que una parte importante
de la mediocridad consiste en no abrigar ni tener sueños en la vida, en últimas,
no acariciar una esperanza de salir adelante y de hacernos mejores personas,
mejores seres humanos e incrementar nuestro nivel de vida.
La diosa de las artes, la guerra, la ciencia y el
conocimiento, Palas Atenea, nos dio como especial regalo de los inmortales en
medio de los padecimientos de este mundo, el pajarillo azul iridiscente de la
esperanza. ¡No lo dejemos escapar!
Hagamos que viva para siempre en nuestra mente, en nuestras proyecciones y que
anide en nuestros más secretos anhelos, porque eso precisamente es lo que lo
nos hace ser y existir de una manera más plena y realizada. Eso es lo que
insufla de sentido y motivaciones nuestra existencia toda.
Nabonazar Cogollo Ayala
El Yopal (Casanare), 2012
nacoayala@hotmail.com
Muy interesante Articulo . Buen trabajo profe
ResponderEliminarCelebro mucho que le haya gustado hombre. Un abrazo y que Dios lo bendiga.
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