Noticia
histórica: Este bello cuento moral lo
escribí alguna vez de un tirón para los estudiantes y padres de familia de un
colegio privado de bachillerato en la bella ciudad cundinamarquesa de
Facatativá, en el año 2001. La comunidad educativa de dicho plantel llegó a
apreciarlo tanto que se lo apropiaron como un pequeño código de conducta. Hoy,
varios años después de aquel ya lejano entonces, evoco su génesis con todo el
cariño que en su momento concebí al escribirlo para aquellas apreciadas e
inolvidables personas. He decidido incluirlo en esta antología por su
significativo valor literario, ético y pedagógico; que, creo, podrían ser
aprovechados por el mayor número de personas posible.
Algún
día se reunieron los dioses en la
majestuosa sala del fuego del conocimiento, para charlar alegre y animadamente. Y descansar así de sus
pesadas tareas en el mundo.
-
¡Mira! –decía la
diosa de la luz- sin duda alguna soy de
las más poderosas entre las demás. Sin mí no habrían cosechas, no habría día ni
atardeceres. ¿Quién podría contra mí?
-
No te ufanes
tanto –decía la diosa de la noche- que los dorados rayos de tu cabello nada
pueden contra la espesa oscuridad de mis tinieblas. Mi vestido está bordado de
negro encaje y por donde paso reina el más profundo y absoluto de los
desconciertos. ¿Quién es entonces la más poderosa de las dos, hermana?
-
¡Nada puedes
contra mí, diosa de la noche; ya verás que…!
Y así
se desarrollaba entre camaradería y algazara la reunión de los dioses en
la cima del monte Olimpo, mientras el dios de los dioses, sentado en su
reluciente trono de bronce recubierto de oro miraba con complacencia cómo sus dioses hijos se
disputaban unos a otros el título del más poderoso entre los inmortales.
-¡No peleen más en vano! –decía el
dios y señor de las aguas-, que si no fuera por mis fertilizantes corrientes,
ríos y arroyos, nada habría de vida en el mundo. ¡Solamente yo permito que se
den los frutos, las plantas y las flores! Si no fuera por mí la tierra no sería
más que un desierto seco y estéril en donde nada absolutamente nada crecería.
Pero allá en un rincón apartado del
salón del trono había una pequeña diosa, asustadiza y tímida que se limitaba a
escuchar la loca alegría de sus hermanos dioses, mientras se sumía en el
bordado de una hermosísima tela que bordaba con hilos de oro. De vez en cuando
levantaba la vista hacia los demás, para luego volverla a bajar y continuar
impasible su labor. Era la diosa de la Honestidad.
-
¡Silencio!
Gritó imponente el dios de los dioses, al tiempo que se ponía de pie en actitud
majestuosa ante su trono. ¿Les preocupa saber quién es de entre ustedes el más
poderoso después de mí, no? Pues bien. Yo se los diré teniendo en cuenta las
diferentes cualidades y fortalezas con que he dotado a cada uno de ustedes. Es
indudable que ustedes, mis hijos,
ejercen su poderío en aquella parte del universo que le he asignado como tarea.
Es así como la diosa de la luz, la de la noche, el dios del fuego o el de las
aguas gobiernan con gran celo para que todo marche de maravilla, según los
deseos del Olimpo. ¡Eso me halaga, enhorabuena! Pero el más poderoso entre
ustedes es aquel que actúa en silencio, calladamente y no se las echa de ser
más que los demás. Su labor transcurre en silencio pero lenta y segura como el
paso de los elefantes, cuando marchan de la pradera al arroyo, al morir de la
tarde.
Este comentario causó curiosidad y
duda entre los muchos dioses del Olimpo, quienes murmuraban entre sí, haciendo
corrillos para descubrir a quién se refería el gran padre Zeus.
-
¿Será acaso Diana,
la diosa de la caza? – ella con esa seriedad y mal genio que siempre se gasta.
-
¡No!... ¡qué
va a ser ella!; decía Apolo el señor de
las artes y del sol, quien era su hermano. Esa tiene un modo de ser demasiado
agrio como para cumplir con los requisitos que dijo el padre Zeus.
-
Si no,
entonces es Erato, la diosa de la poesía
amorosa. Ella siempre es callada y se la pasa lagrimeando de melancolía y
tristeza romántica.
-
¡No hermana,
que ella tampoco es! Dijo Clío, la diosa de la Historia. Esa Erato es muy
presumida y se las tira de saber más poesía que todos los dioses juntos.
-
¡Silencio! Volvió a
decir Zeus, esta vez con aire definitivo, al tiempo que se reincorporaba. Ustedes
en medio de su envidia y de su vanidad no han sido capaces de apartar las
cortinas del error que los enceguece y no los deja ver. Está tan a su vista que
no la ven, pero que es sin embargo la
más bella y esplendorosa de todos ustedes. ¡Es ella! –dijo, al tiempo que
señalaba hacia el ángulo oscuro del salón del trono- ¡la diosa y señora de la
honestidad y de las acciones bellas y justas! ¿Si la ven? Ella mora en las almas de los hombres y
dioses que son claros y transparentes como el agua, porque su mejor amiga y
compañera es le verdad: ¡la luz más fiel
y poderosa de todas!
Ante este reconocimiento inesperado
la diosa de la Honestidad se puso de pie
y levantó su rostro ruborizado, mientras que esbozaba una leve sonrisa de niña
avergonzada pero satisfecha.
-Ella –continuó
Zeus- es la que nos enseña a hablar
siempre con la verdad y a ser justos
Y
nada ventajosos en todas y cada una de nuestras acciones. Tú, diosa de la
Honestidad, eres quien embellece las almas, los corazones y los hechos de los
hombres y de los dioses. Sin ti no habría fe pública, faltaría la credibilidad
por completo y en definitiva tampoco sociedad habría. ¿Por qué? Porque la
honestidad nos indica el camino del recto proceder, del perfecto equilibrio
entre los propios intereses y los de los demás. Si esto último no estuviera
claro lo que imperaría sería la ley de la rapiña y de la selva, en donde cada
uno tiraría para su lado, sin importarle
lo del otro.
La Honestidad nos dice siempre al oído
con suaves y dulcísimas palabras: “¡Por ese camino del interés excesivo no
sigas, hijo mío! Porque de seguro tendrás problemas. Atente única y
exclusivamente a lo que es tuyo y nada más. No hables mal de nadie a sus
espaldas; expresa una verdad y la misma siempre, tanto delante de las personas
como en su ausencia. Ello te hará ganarte el respeto y la consideración de
quienes te conocen. No tomes lo que no
es tuyo, porque de seguro que te quemará las manos hasta más allá de la piel.
No ocultes el sol esplendoroso de lo verdadero, porque tarde que temprano este
brillará entre los negros nubarrones de la mentira, la falsedad y la calumnia.
Rinde culto al sol de la verdad en todos y cada uno de tus actos. Si todo esto
haces y logras transitar por la vía intermedia entre lo que son tus anhelos y
los de los demás, serás feliz, muy feliz;
y sobre todo: te ganarás la honra y el buen nombre de las generaciones
futuras. Teje así la tela de tu vida con la puntada de oro de tus bellas y
nítidas acciones. Ello a la final te significará un verdadero tesoro de
recompensa social y de buen nombre”.
Estas son las bellísimas palabras con
que la diosa de la Honestidad nos habla a cada momento de nuestras vidas,
dioses y diosas. Ella mora en nuestros espíritus de la misma forma que mora el
rocío en los pétalos de las rosas al despuntar el día. Ello la hace ser la más
poderosa entre nosotros, porque ejerce el gobierno y la conducción de las almas
hacia el recto camino de la justicia en
el ser, en el pensar y en el actuar. Brindémosle todos un efusivo y emocionado
saludo de reconocimiento y gratitud! Y al tiempo que esto decía se acercó hasta
la diosa de la Honestidad para adornar su cabeza con una verde corona de
laurel, que significa el reconocimiento de los dioses y hombres a sus esfuerzos
por la verdad y la justicia.
Con las mejillas encendidas agachó un
poco la cabeza, mientras recibía una larga y sincera salva de aplausos. Pero
inmediatamente levantó severa la mirada para pasearla por todos los presentes,
por que la honestidad nunca se deja vencer por regalos o por trofeos. Ella es
siempre recta y altiva como un cedro del Líbano que no cede ante la tempestad
que lo azota.
Reflexión:
La palabra castellana honestidad deriva del latín honestamentum que significaba en la
antigua Roma: adorno, ornamento, objeto
de gran brillo o valor, joya o alhaja. A partir de tan significativo
sustantivo concreto se formó el sustantivo abstracto latino: honestas, que dio paso –ya en lengua
castellana-, a la palabra honestidad,
entendida como cualidad moral. De tal forma que la honestidad en sus principios
se la entendió como “la joya o alhaja que adorna nuestra conducta”. Es el ornamento del conducirse, del actuar,
del ser ante nosotros mismos y ante
los demás. Aquello que nos hace ser
personas valiosas y apreciables dentro
de la sociedad.
La honestidad se entiende entonces
como la virtud moral consistente en lograr el punto perfecto de equilibrio
entre nuestros propios intereses y los intereses de los demás [es
decir, de la comunidad o grupo social al cual pertenecemos].
De tal manera que no pequemos por egoísmo
(al dar prelación viciosa a nuestros intereses) ni por excesiva
alteridad (al dar prelación viciosa a
los intereses de los demás). La honestidad es entonces el fiel de la balanza que rige la propia conducta, en función de la
verdad universal con la cual concuerdan los intereses y conciencias de todas
las personas.
Colombia y el mundo necesitan personas
honestas, cuya honradez y moralidad a toda prueba hagan innecesarios las leyes,
los guardianes y los policías. Los individuos honestos son requeridos en
cualquier sociedad porque su actuar es de por sí deseable y valioso como la más
preciada de las gemas del oriente. La
estricta moral de Confucio –el gran filósofo y moralista chino-, enseñaba que
cuando te encuentres algo valioso que no es tuyo tirado en la calle, deberás
devolverlo a su legítimo dueño, porque el ojo supremo de Dios te vigila y un
día te tomará cuenta de dicha acción.
Lo
ajeno quema tus manos y caldea tu conciencia. ¡Sé honesto, porque siéndolo
sentarás las bases de una sociedad justa y estable, que sabe distinguir muy
bien entre lo propio y lo ajeno, entre lo verdadero y lo falso y entre lo justo
y lo injusto!
NABONAZAR COGOLLO AYALA
Facatativá (Cundinamarca), 2001
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