sábado, 26 de enero de 2013

CUANDO LOS AGUILUCHOS SE ESTRELLAN (Cuento)


El viento azotaba con fuerza su emplumada cabeza y el frío escalpelo del huracán embravecido descargaba su furia contra el pico acerado del ave rapaz. Empujaba empero, esta, con todas las fuerzas de su planeo uniforme y manteniendo la firme resolución de vencer la tormenta, entornaba los ojos mientras la endurecida estela de aquel viento que pesaba montones, en momentos parecía querer echarla hacia atrás. Pero el ave no cejaba en su empeño. Entornaba también sus alas y manteniendo rígidamente encorvado el cuerpo aerodinámico, se catapultaba como una bala emplumada contra el muro de viento arremolinado que parecía querer arrollarla y estrellarla de una vez por todas contra la rígida pared de granito macizo del risco sobresaliente, en la cima del acantilado, a los pies del rugiente océano.
 

¡Pero aquella águila no se daba por vencida y una vez más hacia allá iba!.. Aun cuando las sólidas evoluciones del viento la desvirolaran aparatosamente una y otra vez, como si fuera un insignificante juguete emplumado. ¿Por qué lo hacía? Porque las águilas no ceden, no se dan por vencidas y son fuertes e incisivas como un rayo dorado de sol que atraviesa desafiante el lúgubre velo negruzco de una nube impertinente. Así iba aquella, veloz como una saeta e impelida como un bólido hacia el centro mismo de aquel siniestro infierno de nubes, polvo, viento y marisma, por la vez enésima. ¿Qué buscaba? Alcanzar la cima inhóspita del acantilado solitario, en la imponente altura del peñasco más empinado sobre la línea del horizonte. Lugar este donde la tormenta ya no llegaba porque estaba por encima de las nubes. ¿Podría lograrlo? En ello le iba la misma vida. Alguna vez había alcanzado  aquel sitio celestial  en donde la base parda de la tierra, se junta con el sublime azul del cielo. ¡En donde el ser y el querer son una cosa y la misma! Estar parado sobre aquel pedestal de granito, cielo y nubes, pocas águilas habrían de lograrlo. ¡Pero aquella ya lo había hecho alguna vez!.. Aunque en medio de la esplendidez de una tarde calurosa de verano, cobijada bajo un cielo vespertino límpido de giros de nubes.

 
Pero aquella tarde, al filo mismo de la ennegrecida cabellera de la diosa de la noche, las cosas eran a otro precio. Sólo en aquel lugar crecía ese musgo rastrero que, adherido a la piedra misma, cobijaba entre sus múltiples y secretos escondrijos aquellas presas extrañas y sabrosas reservadas solo a quienes fuesen allá a buscarlas. ¡Ratoncillos de las rocas, conejillos silvestres y demás fauna misteriosa de las islas y lugares solitarios! Todo un aperitivo exquisito al paladar de un águila hambrienta como aquella, en la tarde de aquel día. ¿Para quién habría de ser aquella comida tan duramente ganada, al precio mismo de la propia muerte, de ser necesario? ¡En función de quién o quiénes se justificaba tamaño sacrificio? Todo aquello tenía únicamente una razón. Más que el águila misma eran ellos. Aquellos aguiluchos que  escapados con temor de novato de las inmediaciones del nido, jugaban a cazar los entumecidos y duros guijarros que impasibles los veían lanzarse contra ellos desde la altura del árbol del nido y estrellarse de manera escandalosa contra la tupida alfombra de humus del suelo de la vieja selva. ¡Qué jóvenes e inexpertos eran! ¡Qué faltos de previsión y pericia! No sabían casi volar y pretendían ya cazar en pleno vuelo. Las evoluciones de sus recortadas y desmedradas alas seguían el invariable zigzag  del aletear con mucha fuerza, perder el control de sí mismos… plas, plas, prum; -desvirolarse -; y finalmente ¡strash!, estrellarse contra el suelo una vez más. Pero algo importante debían hacer aquellos jovenzuelos alados, aprendices de cazador en las alturas: el águila madre les había encomendado la custodia conjunta de la construcción pajiza del nido. ¡El invierno había llegado! y los gélidos dardos de granizo contundente que todo lo destruían y atravesaban, debían ser anulados en su blanquecino efecto en  aquel lugar calientito donde el tibio verano aún moraba en toda la calidez de la cómodas colchas de plumón de ave. Aquel sitio atrae irresistiblemente a las águilas, las cuales, aun cuando vuelen alto y muy lejos, siempre retornan a él con la invariable exactitud de su reloj biológico.

 
 
Pero el irrefrenable y poco disciplinado impulso de aquellos rapazuelos todo lo olvidó, todo lo ignoró, todo lo escatimó. Y en el loco desenfreno de su aletear sin sentido, sin plan previo y sin coordinación, no solamente lo dañaron todo, irreparablemente, en la otrora tibia casa materna, sino en los alrededores de la hasta hace poco florida campiña, cuyos surcos y estrellones evidenciaban la magnitud de la catástrofe. La tormenta en su furor del averno había cedido al fin, hacia el momento mismo del crepúsculo. Y el águila majestuosa y triunfante se posaba orgullosa sobre la afilada cima del acantilado, en cuyo pequeño pedestal afelpado por el crecido musgo pululaban las deliciosas presas de caza. ¡El momento del triunfo había llegado! Ya de vuelta, las garras del ave se veían colmadas de trofeos con los que recompensaría el esfuerzo sin límites de la aventura, del reto, de la pasión y del logro de aquello que se fijara como meta.
 
 

El águila madre no cabía en sí de la dicha y de la satisfacción, ¡el infinito placer que se deriva del deber cumplido es quizás de las más bellas cosas en la vida! Y allá iba ella, con las garras llenas de alimento para sus polluelos y con el alma henchida por la emoción de sentirse la mejor águila mamá del mundo en ese momento. Pero ¡horror! ¿Qué sucedió? ¿Acaso la tormenta de la que había salido se había abatido sobre el nido? ¡No había nido! ¡Tampoco había polluelos! ¡Iiiiiiieeeeeeegghhhhhhhh! Precipitada en un loco picado de dolor, rabia y desesperación se lanzaba ahora el águila a la búsqueda de los suyos  y de lo que de su nido quedaba, mientras a pique, desde las alturas se precipitaban los flamantes trofeos de la travesía.


Tiempo después de aquello un águila solitaria desdibujaba su silueta ágil, esbelta y aerodinámica en el encendido anaranjado de la tarde muriente, lejos del grupo del resto de águilas, mientras otras de estas aves al verla comentaban entre sí:

 
-         ¿Quién es – por cierto- aquel avistrajo? ¿Es que no tiene nido ni nadie por quien luchar?

-         ¡Según se cuenta alguna vez los tuvo! Contestó con voz grave un águila vieja, pero su misma falta de previsión como águila adulta provocó al parecer la pérdida definitiva de los suyos. Desde entonces vuela sola en las tardes hasta los altos riscos, donde se enfrenta al viento y las tormentas, sin sentido. Cuando hay buen tiempo mira solitaria hacia aquel sitio poco accesible en las alturas, donde pocas se arriesgan a llegar. Y cuando el mal tiempo azota la costa se demuestra una y otra vez que ella si puede llegar allí. Quizás de esa manera está buscando su propia muerte o la superación de su propio dolor. ¡Quién sabe!

-         ¡Lástima! ¡Es de las mejores entre nosotras! Mira esa determinación de vuelo y esa gallardía. ¡Mira ese picado!

-         ¡Sí que lo es! Pero su fuerza interna de águila que lucha y vuela alto se sobrepondrán sobre la rabia, la melancolía y el desasosiego. ¡Lástima de su pollada! Se dice que fue toda consumida por el frío en el pasado invierno. El hecho ha servido de escarmiento a la colonia de águilas en estas costas. ¡Creer en aguiluchos irreflexivos es perder deliberadamente cualquier batalla! ¡Si has de volar alto y lejos, cree en ti y no te fíes excesivamente de tus polluelos! Estos no saben de esfuerzos y sacrificios, sólo de algazara sin sentido.

-         ¡Sí!.. Lo tendré en cuenta.

 
Nabonazar Cogollo Ayala

Madrid (Cundinamarca), Colombia. 2001

 

Este cuento lo escribí una vez cuando trabajaba como profesor en un colegio en Facatativá (Cundinamarca), en el año 2001. Impartía filosofía a los cursos superiores. En cierta oportunidad encargué al curso undécimo que me esperara unos minutos mientras fotocopiaba en las cercanías el examen bimestral que habría de aplicarles aquel día. Media hora después regresé y las directivas y demás personal del colegio estaban alarmados, por la creciente indisciplina y desorden que los chicos habían protagonizado en el aula durante mi ausencia. Se subieron a las mesas, destrozaron varias sillas y rompieron algunos vidrios de los estantes de libros, en fin. Indignado ante los hechos y luego de reconvenirlos severamente, anuncié una medida formativa. El resultado fue este cuento el cual aún me sobrecoge  por su temática y enseñanza moral.

 

No hay comentarios:

Publicar un comentario