martes, 19 de febrero de 2013

LA HONESTIDAD (Cuento)


Noticia histórica: Este bello cuento moral lo escribí alguna vez de un tirón para los estudiantes y padres de familia de un colegio privado de bachillerato en la bella ciudad cundinamarquesa de Facatativá, en el año 2001. La comunidad educativa de dicho plantel llegó a apreciarlo tanto que se lo apropiaron como un pequeño código de conducta. Hoy, varios años después de aquel ya lejano entonces, evoco su génesis con todo el cariño que en su momento concebí al escribirlo  para aquellas apreciadas e inolvidables personas. He decidido incluirlo en esta antología por su significativo valor literario, ético y pedagógico; que, creo, podrían ser aprovechados por el mayor número de personas posible.  



Algún día  se reunieron los dioses en la majestuosa sala del fuego del conocimiento, para charlar  alegre y animadamente. Y descansar así de sus pesadas tareas en el  mundo.

-         ¡Mira! –decía la diosa de la luz- sin duda alguna soy de las más poderosas entre las demás. Sin mí no habrían cosechas, no habría día ni atardeceres. ¿Quién podría contra mí?
-         No te ufanes tanto –decía la diosa de la noche- que los dorados rayos de tu cabello nada pueden contra la espesa oscuridad de mis tinieblas. Mi vestido está bordado de negro encaje y por donde paso reina el más profundo y absoluto de los desconciertos. ¿Quién es entonces la más poderosa de las dos, hermana?
-         ¡Nada puedes contra mí, diosa de la noche; ya verás que…!

Y así  se desarrollaba entre camaradería y algazara la reunión de los dioses en la cima del monte Olimpo, mientras el dios de los dioses, sentado en su reluciente trono de bronce recubierto de oro miraba con  complacencia cómo sus dioses hijos se disputaban unos a otros el título del más poderoso entre los inmortales.

-¡No peleen más en vano! –decía el dios y señor de las aguas-, que si no fuera por mis fertilizantes corrientes, ríos y arroyos, nada habría de vida en el mundo. ¡Solamente yo permito que se den los frutos, las plantas y las flores! Si no fuera por mí la tierra no sería más que un desierto seco y estéril en donde nada absolutamente nada crecería.

Pero allá en un rincón apartado del salón del trono había una pequeña diosa, asustadiza y tímida que se limitaba a escuchar la loca alegría de sus hermanos dioses, mientras se sumía en el bordado de una hermosísima tela que bordaba con hilos de oro. De vez en cuando levantaba la vista hacia los demás, para luego volverla a bajar y continuar impasible su labor. Era la diosa de la Honestidad.

-         ¡Silencio! Gritó imponente el dios de los dioses, al tiempo que se ponía de pie en actitud majestuosa ante su trono. ¿Les preocupa saber quién es de entre ustedes el más poderoso después de mí, no? Pues bien. Yo se los diré teniendo en cuenta las diferentes cualidades y fortalezas con que he dotado a cada uno de ustedes. Es indudable que ustedes, mis  hijos, ejercen su poderío en aquella parte del universo que le he asignado como tarea. Es así como la diosa de la luz, la de la noche, el dios del fuego o el de las aguas gobiernan con gran celo para que todo marche de maravilla, según los deseos del Olimpo. ¡Eso me halaga, enhorabuena! Pero el más poderoso entre ustedes es aquel que actúa en silencio, calladamente y no se las echa de ser más que los demás. Su labor transcurre en silencio pero lenta y segura como el paso de los elefantes, cuando marchan de la pradera al arroyo, al morir de la tarde.

Este comentario causó curiosidad y duda entre los muchos dioses del Olimpo, quienes murmuraban entre sí, haciendo corrillos para descubrir a quién se refería el gran padre Zeus.
-         ¿Será acaso Diana, la diosa de la caza? – ella con esa seriedad y mal genio que siempre se gasta.
-         ¡No!... ¡qué va a ser ella!; decía Apolo  el señor de las artes y del sol, quien era su hermano. Esa tiene un modo de ser demasiado agrio como para cumplir con los requisitos que dijo el padre Zeus.
-         Si no, entonces es Erato, la  diosa de la poesía amorosa. Ella siempre es callada y se la pasa lagrimeando de melancolía y tristeza romántica.
-         ¡No hermana, que ella tampoco es! Dijo Clío, la diosa de la Historia. Esa Erato es muy presumida y se las tira de saber más poesía que todos los dioses juntos.

-         ¡Silencio! Volvió a decir Zeus, esta vez con aire definitivo, al tiempo que se reincorporaba.  Ustedes en medio de su envidia y de su vanidad no han sido capaces de apartar las cortinas del error que los enceguece y no los deja ver. Está tan a su vista que no la ven, pero que es sin embargo  la más bella y esplendorosa de todos ustedes. ¡Es ella! –dijo, al tiempo que señalaba hacia el ángulo oscuro del salón del trono- ¡la diosa y señora de la honestidad y de las acciones bellas y justas! ¿Si la  ven? Ella mora en las almas de los hombres y dioses que son claros y transparentes como el agua, porque su mejor amiga y compañera  es le verdad: ¡la luz más fiel y poderosa de todas!

Ante este reconocimiento inesperado la  diosa de la Honestidad se puso de pie y levantó su rostro ruborizado, mientras que esbozaba una leve sonrisa de niña avergonzada pero satisfecha.

-Ella –continuó Zeus- es la que nos enseña a hablar siempre con la verdad y a ser justos
Y nada ventajosos en todas y cada una de nuestras acciones. Tú, diosa de la Honestidad, eres quien embellece las almas, los corazones y los hechos de los hombres y de los dioses. Sin ti no habría fe pública, faltaría la credibilidad por completo y en definitiva tampoco sociedad habría. ¿Por qué? Porque la honestidad nos indica el camino del recto proceder, del perfecto equilibrio entre los propios intereses y los de los demás. Si esto último no estuviera claro lo que imperaría sería la ley de la rapiña y de la selva, en donde cada uno tiraría para su lado, sin importarle  lo del otro.

La Honestidad nos dice siempre al oído con suaves y dulcísimas palabras: “¡Por ese camino del interés excesivo no sigas, hijo mío! Porque de seguro tendrás problemas. Atente única y exclusivamente a lo que es tuyo y nada más. No hables mal de nadie a sus espaldas; expresa una verdad y la misma siempre, tanto delante de las personas como en su ausencia. Ello te hará ganarte el respeto y la consideración de quienes te conocen.  No tomes lo que no es tuyo, porque de seguro que te quemará las manos hasta más allá de la piel. No ocultes el sol esplendoroso de lo verdadero, porque tarde que temprano este brillará entre los negros nubarrones de la mentira, la falsedad y la calumnia. Rinde culto al sol de la verdad en todos y cada uno de tus actos. Si todo esto haces y logras transitar por la vía intermedia entre lo que son tus anhelos y los de los demás, serás feliz, muy feliz;  y sobre todo: te ganarás la honra y el buen nombre de las generaciones futuras. Teje así la tela de tu vida con la puntada de oro de tus bellas y nítidas acciones. Ello a la final te significará un verdadero tesoro de recompensa social y de  buen nombre”.

Estas son las bellísimas palabras con que la diosa de la Honestidad nos habla a cada momento de nuestras vidas, dioses y diosas. Ella mora en nuestros espíritus de la misma forma que mora el rocío en los pétalos de las rosas al despuntar el día. Ello la hace ser la más poderosa entre nosotros, porque ejerce el gobierno y la conducción de las almas hacia el recto camino de  la justicia en el ser, en el pensar y en el actuar. Brindémosle todos un efusivo y emocionado saludo de reconocimiento y gratitud! Y al tiempo que esto decía se acercó hasta la diosa de la Honestidad para adornar su cabeza con una verde corona de laurel, que significa el reconocimiento de los dioses y hombres a sus esfuerzos por la verdad y la justicia.

Con las mejillas encendidas agachó un poco la cabeza, mientras recibía una larga y sincera salva de aplausos. Pero inmediatamente levantó severa la mirada para pasearla por todos los presentes, por que la honestidad nunca se deja vencer por regalos o por trofeos. Ella es siempre recta y altiva como un cedro del Líbano que no cede ante la tempestad que lo azota.


Reflexión:

La palabra castellana honestidad deriva del latín honestamentum que significaba en la antigua Roma: adorno, ornamento, objeto de gran brillo o valor, joya o alhaja. A partir de tan significativo sustantivo concreto se formó el sustantivo abstracto latino: honestas, que dio paso –ya en lengua castellana-, a la palabra honestidad, entendida como cualidad moral. De tal forma que la honestidad en sus principios se la entendió como “la joya o alhaja que adorna nuestra conducta”. Es el ornamento del conducirse, del actuar, del ser ante nosotros mismos y ante los demás. Aquello que nos hace ser personas valiosas y apreciables  dentro de la sociedad.

La honestidad se entiende entonces como la virtud moral consistente en lograr el punto perfecto de equilibrio entre nuestros propios intereses y los intereses de los demás [es decir, de la comunidad o grupo social al cual pertenecemos]. De tal manera que no pequemos por egoísmo (al dar prelación viciosa a nuestros intereses) ni por  excesiva alteridad (al dar prelación viciosa a los intereses de los demás). La honestidad es entonces el fiel de la balanza que rige la propia conducta, en función de la verdad universal con la cual concuerdan los intereses y conciencias de todas las personas.

Colombia y el mundo necesitan personas honestas, cuya honradez y moralidad a toda prueba hagan innecesarios las leyes, los guardianes y los policías. Los individuos honestos son requeridos en cualquier sociedad porque su actuar es de por sí deseable y valioso como la más preciada de las gemas del oriente.  La estricta moral de Confucio –el gran filósofo y moralista chino-, enseñaba que cuando te encuentres algo valioso que no es tuyo tirado en la calle, deberás devolverlo a su legítimo dueño, porque el ojo supremo de Dios te vigila y un día te tomará cuenta de dicha acción. 

Lo ajeno quema tus manos y caldea tu conciencia. ¡Sé honesto, porque siéndolo sentarás las bases de una sociedad justa y estable, que sabe distinguir muy bien entre lo propio y lo ajeno, entre lo verdadero y lo falso y entre lo justo y lo injusto!

NABONAZAR COGOLLO AYALA
Facatativá (Cundinamarca), 2001 

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